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segunda-feira, março 17, 2008

Entrevista com George O. Wood

A Formação de um Superintendente


George O. Wood
Presidente da Conselho Geral das Assembléias de Deus dos EUA.

El trayecto de un niño de diez años, hijo de pastor, inseguro, torpe y pecoso hasta ser un líder competente y lleno del Espíritu, y ahora dirigente de una de las más grandes iglesias pentecostales en los Estados Unidos, es una historia extraordinaria que une la renovación de la experiencia de la vida mezclada con una buena dosis de la gracia y de la bendición de Dios.

George O. Wood asumió la dirección de las Asambleas de Dios el 8 de octubre de 2007. La revista Enriquecimiento conversó con él para obtener una mirada profunda en el trayecto espiritual que lo llevó desde el relativo anonimato en los primeros años de su vida de ministerio hasta el epicentro del pentecostalismo. Este vistazo interior a la formación de un superintendente lo inspirará y lo animará a usted en su llamado al ministerio.


Enrichment - Describa la influencia que tuvieron sus padres en su formaciÓn personal y espiritual.

Wood: Mi madre, como misionera soltera de veintiséis años, fue con su hermana, Ruth, al noroeste de China y al Tíbet en 1924. Después que mi madre sirvió casi ocho años de su primer término, volvió a los Estados Unidos y conoció a mi padre, que estaba en su primer término misionero mientras que ella estaba en el segundo. Continuaron su noviazgo en el barco desde los Estados Unidos hasta Shanghai, y se casaron en Shanghai, el 14 de noviembre de 1932. Mi madre tenía treinta y cuatro años, y mi padre tenía veinticuatro. Eran distintos en muchos aspectos, pero tenían un gran compromiso de hacer la obra del Señor.

Aprendí mucho de mi madre. Fue una gran mujer. Nunca le oí levantar la voz ni decir una palabra poco amable. Ella pasaba dos horas todas las mañanas orando y leyendo la Biblia.

Mi papá trabajó duro para el Señor. Cuando China cerró las puertas a los misioneros, él y mi madre volvieron a los Estados Unidos. Nunca se sintió llamado a otro campo misionero en el exterior. Fundó tres iglesias, de las cuales dos siguen trabajando. Pastoreó iglesias más pequeñas, y muchas de ellas fueron iglesias con problemas. Cuando no estaba pastoreando, se dedicaba al evangelismo. He estado con él en algunos lugares muy difíciles.

Mis padres nunca se dieron por vencidos. Me enseñaron acerca de la fidelidad y del trabajo arduo. Me inculcaron una buena ética del trabajo.

Mi papá valoraba la educación, aunque no tuvo ninguna formación académica más allá del quinto grado. Sí estudió un año en el Instituto Bíblico Central Beulah de New Jersey, y también obtuvo algunos títulos en cursos por correspondencia. Dondequiera que vivíamos se ponían sus diplomas en la pared. Siempre eran organizados sus sermones, y predicaba con un bosquejo escrito, lo que en aquellos días se consideraba algo no espiritual.

Explique cómo el ambiente de una pequeña iglesia y los esfuerzos por fundar iglesias de sus padres dieron forma a su ministerio.

Wood: Los esfuerzos de mis padres me han enseñado a apreciar a las personas que pastorean iglesias más pequeñas. Sé cómo es su lucha porque vi a mis padres luchar.

Las iglesias más pequeñas son hoy algo así como la tienda de víveres del vecindario cuando Wal-Mart llega a la ciudad. Las iglesias más pequeñas tienen que competir con iglesias más grandes que ofrecen un ministerio más completo a las personas. Esa no es una tarea fácil.

Con un tercio de las iglesias de las Asambleas de Dios con menos de cincuenta miembros, y un tercero entre cincuenta y cien, tenemos muchos héroes olvidados que están fielmente haciendo la obra del Señor.

Mi madre decía: “Georgie, cuando estemos delante de Dios, no nos preguntará si tuvimos buen éxito, sino si hemos sido fieles”.

La iglesia más grande que mis padres pastorearon pudiera haber tenido unas ciento treinta personas algunos domingos. La mayoría de sus iglesias tenía veinte, treinta, y cuarenta personas. Pero servían bien a aquellas personas. Las amaban. Trataban de discipularlas.

Aprendí acerca de la gente contenciosa en iglesias pequeñas. Uno de mis recuerdos inolvidables fue en Bristow, Oklahoma. En un culto del domingo por la noche a principios de la década de los cincuenta, dos diáconos abordaron a mi padre en el altar. Uno de ellos le puso el puño en la mandíbula a papá. El diácono le dijo a papá que renunciara porque estaba impidiendo que la iglesia fuera espiritual. Papá no cedió hasta que sacó a aquellas personas de la iglesia. Pero quedaron tan pocas personas que tuvo que irse después de nueve meses. Desde entonces, nunca me ha gustado la palabra espiritual. Prefiero el término cristiano, ya que se identifica con más objetividad.

Mi padre me enseñó la importancia de llevar a nuevas personas a la afiliación de la iglesia. Fue nombrado pastor de una iglesia en Arkansas cuando yo estudiaba en Universidad Evangel. El día que comenzó su pastorado, me dijo: “George, la votación anual será dentro de un año. Pienso que sería bueno que te hicieras miembro de modo que, si necesitamos tu voto, lo tendremos.”

Llené una tarjeta de afiliación. Iba a Arkansas una vez al mes o algo así para estar con ellos el fin de semana.

La iglesia tenía la costumbre de sacar a los pastores, como hacían muchas de nuestras iglesias.

Un año después, mi padre me llamó y me dijo: “George, se acerca la votación anual. Tu madre y yo hemos descubierto que nos falta un voto. ¿Puedes venir?”

Tenían una lista con los teléfonos de quienes votarían que sí y quienes votarían que no. Aunque el voto era secreto, todos sabían cómo estaban votando los demás.

Dije: “Por supuesto que iré. ¿Quieres que lleve a Wanda?”

Wanda, también estudiante en Evangel, era la hija del diácono principal, y el diácono principal estaba de parte de papá. Wanda y yo fuimos juntos a Arkansas. Yo planeé la llegada unos cinco minutos después que comenzara la reunión de negocios. Pasé por la puerta a las 7:35, y se volvieron todas las cabezas. Todos sabían el resultado de los votos. Papá tuvo un voto más. Se quedó otro año.

El tener esa experiencia en una pequeña iglesia me ayudó cuando fui pastor del Centro Cristiano de Newport-Mesa, Costa Mesa, California. Cuando me hice cargo de la iglesia, ésta acababa de pasar por una división. En los primeros seis meses, la afiliación de la iglesia bajó de setenta y tres miembros a cuarenta y nueve. Cuando comenzaron a asistir a la iglesia nuevas personas, pensé que debía invitarlas a que se hicieran miembros. Muchos se unieron a la iglesia.

Un error que cometen algunos pastores cuando una iglesia comienza a crecer es que no invitan a las nuevas personas a que se hagan miembros. Entonces la vieja guardia, que pudiera resistir el crecimiento y el cambio, se vuelve un enorme impedimento para cualquier cosa que pudiera suceder. Las personas que se quedaron conmigo eran buenas personas, y no pusieron obstáculos. Pero sabía que si lo hacían yo tendría suficientes votos para dejarlos atrás.

En esas circunstancias algunos pastores se enojan, se amargan, se sienten resentidos, y no quieren tener nada que ver con el ministerio. Explique por qué a usted no le sucedió lo mismo.

Wood: Le he dicho a mi hijo, que es un joven pastor: “Hay sólo dos cosas que tienes que hacer: Ama a Dios y ama a las personas”. Si se hacen esas cosas, no te descaminarás demasiado.

Muchos pastores más jóvenes de inmediato tratan de afirmar su autoridad porque se sienten inseguros. Tratan de cambiar las cosas de la noche a la mañana, no respetan el ADN de la iglesia, y pasan por encima de las personas. Hice algo de eso cuando era un pastor más joven.

En cierta ocasión surgió un problema, y se me fue de las manos. Afortunadamente, hubo una persona mayor en la junta que me escuchó desahogarme. Se sentó conmigo en la oficina unos cuarenta y cinco minutos antes de un culto del domingo por la noche mientras yo me desahogaba. Si la junta no se ponía de acuerdo conmigo, yo iba a ir directamente a la afiliación. Después de todo, más personas habían ido a la iglesia bajo mi liderazgo que bajo la dirección del pastor anterior. Iba a ser la junta o yo. Él hizo dos cosas: me escuchó sin reprenderme, y fue discreto.

Cuando era hora de ir al culto del domingo por la noche, tomé la Biblia, salí de la oficina y crucé el pasillo hasta el templo. En el camino sentí que el Espíritu Santo me decía tres palabras que cambiaron mi vida: George, manténte callado. No había pensado en eso antes. En la reunión siguiente de la junta, hubo un cambio total por parte de ésta, sin que yo tuviera que hacer nada. Yo había ido demasiado lejos y me había movido demasiado rápido.

Cada semana se me presenta una situación que implica prudentes decisiones pastorales en asuntos financieros o en la afirmación de autoridad. Cuando un pastor entra en una iglesia, recibe un depósito en su cuenta. Es como una cuenta bancaria. Él tiene una luna de miel, y le dan cien puntos de crédito. Si gasta esos en los primeros meses, no le quedará nada.

Hay que ganar la credibilidad y la confianza. Un pastor no puede entrar en una iglesia y decir: “Soy la persona de Dios para este lugar. Ustedes están obligados a obedecerme. Yo soy el ungido”. Según la Biblia, todo el pueblo de Dios está ungido. Los pastores tienen que respetar y amar a ese pueblo. Tienen que ser lo bastante seguros como para rodearse de personas fuertes.

Un pastor dijo a quienes dirigían la iglesia la primera vez que se reunió con ellos: “Voy a ser para ustedes lo que Hitler fue para los judíos”. Esa es una declaración terrible. No es sorprendente que, pocas semanas después de su llegada, los miembros decidieron sacarlo, y tuvieron buen éxito. Ese ejemplo es deslumbrante, pero algunos de los problemas principales que las iglesias tienen son resultado de las decisiones imprudentes tomadas por los líderes. El principal entre ellos es tratar de imponer autoridad sin haber ganado esa autoridad mediante la confianza y el amor de las personas.

Explique cómo Dios lo llamó al ministerio.

Wood: Tuve un llamado inusitado. Fue cuando los dos diáconos abordaron a mi padre en el altar en Bristow, Oklahoma. Yo tenía diez años. Un domingo por la noche poco después de ese incidente dije a mi madre: “Cuando sea grande, voy a ser predicador. Pero no voy a dar vueltas al asunto; voy a ser como papá”.

De allí en adelante, seguí hacia el ministerio. Siempre he querido el sentido de una voz divina, un llamado sobrecogedor. Comencé a desear menos eso cuando comprendí, leyendo la Biblia, que todo el que oyó la voz divina sufrió mucho.

Cuando yo estaba pastoreando, invité a Morris Williams a que celebrara una convención misionera. Él era director de campo (ahora llamado director regional) para África. Yo respetaba a Williams. Tenía una excelente trayectoria como misionero. Lo llevé a almorzar después del culto del domingo por la mañana. Le pregunté: “Hermano Williams, ¿cómo recibió su llamado?”

Me dijo: “George, nunca tuve un llamado. Leí en los Evangelios que Jesús estaba llamando voluntarios, y yo me brindé como voluntario”.

Nunca había oído a nadie dar esa explicación. Eso me cambió. Desde entonces he estudiado el llamado en la Biblia. Ahora comprendo que hay algo continuo en el llamado, todo desde la voz divina para que Williams se brindara como voluntario. Sin dudas, Dios preparó a Williams con los dones y la gracia para su llamamiento. Dios también me dio el deseo de mi corazón. Yo quería ser ministro.

Cuando hablamos acerca del llamado al ministerio debemos tener cuidado de no afirmar que todo el mundo es llamado de alguna forma. Dios emplea muchas maneras de ponernos donde quiere que estemos. Para mí, era un deseo silencioso que comenzaba a llenarme el corazón. Desde entonces en adelante, estuve en la trayectoria hacia el ministerio. Las otras únicas ocupaciones que consideré alguna vez fueron el derecho y la política.

Cuando estaba en el primer año de la universidad recibí la oferta para que hiciera las prácticas en una oficina del Congreso. Entré en una crisis en ese momento. Tenía que tomar la decisión de aceptar esa oportunidad o continuar hacia el ministerio.

¿Por qué decidió asistir a Evangel College (que ahora es universidad) en vez de asistir a un instituto bíblico?

Wood: No tomé esas decisiones. En mi juventud yo era tímido. No me sentía cómodo dando un informe oral de un libro en la escuela de segunda enseñanza. A los diez años, se me rompió uno de mis dientes de arriba, y nunca me arreglaron ese diente. Cuando sonreía, me parecía a uno de los personajes de la Pandilla. Yo era muy pecoso y de pelo rojizo y desordenado. Pensaba que era la persona más fea del mundo. Como mis padres se mudaban cada ocho o nueve meses, nunca tuve una relación social duradera. Me volví retraído, torpe, y tímido.

Comencé a salir de eso hacia fines de mis años en la escuela de segunda enseñanza. Cuando me preparaba para ir a la universidad, dije a mi padre que quería ir al Instituto Bíblico Central. Mi hermano, mi hermana, y todos mis primos que habían entrado en el ministerio habían asistido a ese instituto. Papá me dijo: “George, sabes que he tenido que hacer trabajos difíciles para mantenerme en el ministerio”. Él había pintado casas, trabajado en una fábrica, y repartido cartas.

Él dijo: “No quiero que tengas que hacer eso. Las Asambleas de Dios han abierto una nueva escuela. Quiero que asistas allí y que obtengas un título de maestro de modo que, si fracasas en el ministerio, tengas algo a qué volver.” Por eso asistí a Evangel. Me especialicé en historia, en religión, y en filosofía, y también estudié gramática inglesa.

Cuando terminé, estaba soltero y tenía veinte años. En 1962, ¿adónde se iba a ir en las Asambleas de Dios con esos antecedentes? ¿Quién lo quería a uno? Si se iba al Instituto Bíblico, alguien se interesaba en uno; pero a nadie parecía interesarle mis antecedentes educativos. De modo que decidí seguir estudiando.

Consideré tres seminarios, uno en el este, uno en la región central del país, y otro en el oeste. Dios emplea formas extrañas de guiarnos. Había una señorita en la costa occidental en quien yo estaba interesado, de modo que me fui al oeste. Ella se casó con otro hombre. Ella estaba en la perfecta voluntad de Dios. Comprendí gracias a ese incidente, sin embargo, que a veces lo que pensamos que es el fin sólo es el medio de Dios de llevarnos adonde Él nos quiere.

Usted también asistió al Seminario Teológico Fuller. Cuéntenos acerca de esa experiencia y el papel que desempeñó la educación superior en la formación de su vida y de su futuro ministerio.

Wood: La experiencia que tuve en Fuller fue espectacular. En aquellos días si uno iba al seminario, se le llamaba cementerio. Se me dijo que si yo iba al cementerio perdería mi experiencia pentecostal, y estaría perdido para las Asambleas de Dios. Muchos me aconsejaron que no fuera.

Fue una experiencia sobrecogedora. Nunca había estado con otras personas fuera de las Asambleas de Dios. En Fuller tuve un compañero de cuarto que era presbiteriano. Yo pensaba que los presbiterianos eran creyentes fríos. Resultó que mi compañero de cuarto presbiteriano era más consagrado a Dios que yo.

Aprendí de una fabulosa facultad estelar compuesta de las lumbreras del mundo evangélico de aquella época: George Eldon Ladd, autor de Jesús y el reino; Geoffrey W. Bromiley, el historiador de la iglesia; Wilbur M. Smith; Everett F. Harrison; Edward John Carnell. Esas personas eran extraordinarias.

Aprendí de esos profesores, pero también aprendí a refutar la crítica de que los pentecostales basan su teología en su experiencia. Sucedió de esta manera. En mi primer año tomé una clase con Gleason L. Archer, un intelectual de Harvard que había escrito una introducción al Antiguo Testamento. Archer conocía unos veinte idiomas antiguos, entre ellos el sumerio. Recibí clases de hebreo y de Antiguo Testamento con él.

En una clase de orientación, un profesor diferente venía cada semana por dos horas y nos permitía hacer preguntas. Algunos de los estudiantes se enfrascaban en un debate de preguntas y respuestas con Archer acerca de lo que significaba la frase “marido de una sola mujer” en 1 Timoteo 3:2,12 y Tito 1:6.

Archer decía categóricamente: “Marido de una sola mujer quiere decir que el anciano o el ministro ordenado puede sólo tener una esposa en su vida. Si la esposa muere y vuelve a casarse, queda descalificado para esa función.” Pensé: nunca he oído eso antes; eso es extremismo.

En mi segundo año de seminario, murió la esposa de Archer. En mi tercer año, él volvió a casarse. Se vestía de manera diferente, actuaba como si fuera treinta años más joven de lo que era, y cambió en ciento ochenta grados su punto de vista acerca del texto. Me dije: he aquí uno de los hombres más educados en el mundo evangélico, y su experiencia ha ayudado a condicionar su teología.

Hay un peligro en permitir que la experiencia dé forma a nuestra teología. Pero al mismo tiempo, lo que hemos hecho como pentecostales — cuando hemos tenido una experiencia — es buscar en las Escrituras para ver si hay alguna justificación para eso. Pienso que esa es la prueba fundamental. Si no hay justificación bíblica para la experiencia, entonces tenemos que poner en tela de juicio la experiencia o, al menos, no hacerla universal. Tenemos que considerarla como consideraríamos la sombra de Pedro — un acontecimiento excepcional — porque otras personas no están experimentando el mismo fenómeno. Pero podemos observar nuestra experiencia pentecostal y ver que está enraizada en las Escrituras.

Muchos incidentes ocurrieron en Fuller que me ayudaron a ver eso. En realidad, Richard Mouw, presidente del Seminario Fuller, escribió una nota de felicitación cuando se me eligió superintendente general. Le escribí y le expresé mi profundo aprecio por el papel que jugó Fuller en mi vida y en mi ministerio.

La experiencia que tuve en Fuller me hizo creer que los ministros tienen que adquirir la mejor educación posible. Cuando yo era un ministro más joven, Robert Frost, uno de mis mentores espirituales, oraba por mí y los demás estudiantes. Él decía: “Señor, ayúdalos a echar los cimientos que sean lo bastante fuertes como para soportar el peso que más adelante pondrás sobre ellos”.

Una educación teológica formal ayuda a los ministros a echar sólidos cimientos para la vida y los ayuda a evitar el agotamiento. La razón de que las personas se agotan en el ministerio es que no tienen los suficientes recursos intelectuales y espirituales que las sostengan.

Entré en la oficina de un pastor cuando yo era un ministro más joven. Observé su biblioteca. Sólo tenía libros bajo el título Bosquejos sencillos de sermones, y tenían telarañas sobre ellos. Algunos nunca se habían abierto. Pensé: esta congregación no se está alimentando porque él no se está alimentando. Él no durará. Ese pastorado no durará.

Muchos ministros no pueden darse el lujo de continuar una formación académica. A menudo su tiempo y sus recursos se dedican a mantener a su familia. Pero con la Internet, las bibliotecas, y tantos recursos disponibles para el aprendizaje, los ministros tienen la oportunidad de continuar sus estudios y su mejoramiento académico.

Es muy importante el aprendizaje continuo. Como pastor, yo pasaba unas veinte horas a la semana en el estudio y la preparación del mensaje. No sé cómo un pastor puede alimentar a su congregación si no le dedica suficiente tiempo al estudio. La experiencia del seminario me dio los instrumentos, los recursos, y las disciplinas de la vida para seguir aprendiendo a lo largo de mi ministerio.

Crédito:
http://ag.org/enrichmentjournal_sp/